La otra vez participé de un encuentro, en el que una
conocida tildó, en reiteradas ocasiones y hablando acerca de diferentes personas,
de “pobre”. Y no hablaba de dinero, claro está.
“Pobre”, dado su óptica, por las circunstancias que esas personas
atravesaban en sus vidas. Y me quedé pensando. Esos “pobre” me quedaron revoloteando.
Lo consideré un concepto poco feliz, no desde la literalidad –lo que es una obviedad-,
sino desde la elección misma de esa expresión para referirme a un otro que,
desde una visión completamente reduccionista, puedo llegar a compadecer… vaya a
saber uno con qué criterio.
No asevero que este término sea deleznable y no aplicable en ninguna circunstancia… unas pocas que lo ameritarán. Pero estoy
segura de que lo usamos, la mayoría de las veces, con una liviandad y una
soberbia sorprendentes.
Tiendo a ver los desafíos que la vida me presenta como
procesos. ¿Quién soy yo para tildar a otro de “pobre”? ¿Dónde me estoy parando
cuándo hago esa elección semántica nada inocente? ¿Es deseable que otro hable
de mí bajo esa expresión?
Relaciono el concepto “pobre” con la impotencia. El que no
puede. El débil.
Quiero creer que el otro siempre puede, puede lo que está
haciendo. Todos estamos en proceso permanentemente. Y creo en el otro porque
creo en mí. En definitiva yo siempre soy con el otro. En espejo. Yo quiero
poder. Y que el otro también pueda. A su manera.
Asi que “pobre”, no. Pobre no.
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