lunes, 17 de septiembre de 2012

La Cocina y el Amor Filial


Cocinarle a Olivia me conecta con mi infancia, con mi mamá revolviendo la olla cuando volvía del colegio con hambre de comida y de hogar.
Ella preparaba las cosas más ricas, las que a mí me gustaban, las que conocía (he aquí el bálsamo de la niñez), y que siempre me hacían tan feliz.
Como el universo lo dicta, la rueda de la vida dio la vuelta, ahora soy yo la que tengo una hija, y de una forma u otra la historia se repite,
Así las cosas, me veo reflejada en este espejo que es Olivia, y la vida de pronto da un vuelco.
Solita en el templo que es la cocina (para cualquiera que se entregue al desenfreno de ollas y sartenes, aunque sea para concretar salchichas con puré), le hablo a mi hija a la distancia que me separa de ella, de su cuaderno y sus marcadores. En la espera Oli dibuja un barco y una princesa-pirata, y juro que es la envidia de cualquier meditador buscando un segundo de conexión con la inteligencia suprema.
Compenetrada yo en mi tarea también, siento que la milanesa que preparo esta noche para ella es la epifanía de mi amor, un símbolo de contención familiar, de ese lugar al que uno seguirá volviendo como a un nido cuando, aún ya muy crecido, retorne de tanto en tanto en busca del calorcito primal.
Finalmente la cena está lista, y Oli espera ansiosa su plato. Enciendo dos velitas para la ceremonia que es la última comida del día, y ella me pide apagar una, en esa tónica de fiesta permanente que llevan los niños consigo. Sopla en éxtasis.
Muchas milanesas han desfilado frente a mí desde que dejé de ser un niña, pero aún hoy las de Noemí, mi mamá, se me antojan las más ricas del mundo.

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